Lucía Fernadez y David Acero - Museo del Romanticismo

Los Narciso
Museo del Romanticismo
29 de marzo 2023
Fotos: Elena Quintanar

Rellenar el hueco

Nuria Ruiz de Viñaspre

When I am laid, am laid in earth,
may my wrongs create
No trouble, no trouble in, in thy breast
Remember me, remember me, but ah
Forget my fate

Purcell (Lamento de Dido)

Siempre habrá en el mundo más personas afectadas por la muerte que personas que mueren, ya que cada muerte contagia a un gran número de personas alrededor. He ahí el ego que contamina, no querer ver la muerte del otro por no ver nuestro propio dolor.

Imaginemos una mesa de comedor en cualquier casa del hoy, por ejemplo en la casa del Museo del Romanticismo. Imaginemos sus cuatro patas, sus sillas vacías rodeándola, violentándola, cercándola, porque de esas cuatro patas y estas otras tantas sillas se eleva el extracto de Los Narciso, de la coreógrafa Helena Martín, que nos dice que en todas las familias hay drama, oscuridad y muchos huecos que llenar. Sobre esa mesa se extiende esta versión libre del Dido y Eneas de Purcell sobre textos de Nahum Tate. Una versión libérrima como el pájaro que está sentado a la mesa y que canta en la sobremesa la muerte es ahora una bienvenida visita.

En los cuerpos de Lucía Fernández y David Acero, perfecto espacio escultórico, la pulsión de la tragedia está servida. O aceptas la muerte o no la aceptas. Y es que la muerte nos aterra por lo que supone para nosotros, dice Helena. Ese es el narciso que llevamos dentro, apellido de esta obra. Nos duele la muerte del otro porque nos duele. Ese es el espejo. Un espejo que es un estanque de agua bajo esa maravillosa versión del compositor Pablo Peña, que nos dice una y otra vez Remember me (Recuérdame, pero ¡ah! olvida mi destino) …

Así, los pulcrísimos bailarines Lucía y David (Danis y Cloe, Venus y Adonis o Dido y Eneas) son en la junta, dos piezas talladas que bailan con extrema pulcritud su destino. Y en el eje son ya fuente escultórica –vestuario de carne idóneo– donde todo es agua porque el agua todo lo atraviesa. Mar por donde Eneas llega y trepa a su Dido para cercarla, ceñirla, rodearla, como esas patas y sillas vacías rodeaban sus tobillos bajo aquella mesa de comedor. Porque el agua fluye, se desliza y penetra por cualquier resquicio. Así Eneas, rellenando cada resquicio de Dido… merodeando sus salidas, pues solo el agua nos rodea. Todo un acierto el de Helena Martín ese seguir dándole al agua la importancia que le daba Nahum Tate a su libreto.

Somos seres fantásticamente deshilachados y el amor excelso –la danza del amor– o en exceso –la danza del desamor–, cose nuestras costuras con puntadas que unen las piezas rotas. Se vislumbra así, en esa danza de amor, un hálito de la aérea Pina Bausch, con esas idas y venidas, con ese coger y soltar, con ese abrazo una y otra vez esforzado en uno y desforzado en otro… resonancias de aquel inolvidable Café Muller.

Fernández y Acero están en amor[d]ados también en esa otra danza del desamor. El “intrusismo” y una estética masculina –donde el hombre marca a la mujer como se marca a la res– son el desencadenante de unos bailes cargados de lirismo. Destaco aquí la precisión de los movimientos de Lucía y David, todo medido por el agua, ejecutado con gran limpieza y exactitud, como si fueran ese árbol escultórico cuya raíz es de gran fuerza dramática y de una impresionante belleza poética. En algún momento se intuyen también imágenes lorquianas, ese sabor a Lorca en las familias con su drama –dama de muerte blanca–.

Aparece en escena la manzana de la discordia, manzana de oro por la que se pelearon Hera, Atenea y Afrodita en el juicio de Paris, pero aquí no hay lucha, ni tampoco juicio, es Eneas quien la porta, quien la muerde quien se aleja y quien separa. Dido –de cristal y campana frágil– es la muerte en el umbral de cada puerta, yendo donde ella quiere, con la resistencia justa… Esa es su campana, con su cuerpo lánguido como badajo balanceándose en el columpio corrompido del des-amor celado.

Estamos ante una danza-teatro, donde esa combinación de danza con otros elementos del drama forma otra singularísima danza en manos de Helena Martín, que se aleja de la danza clásica, la contemporánea, del flamenco, siendo sin quererlo suma de estas otras tres patas.

Me quedo en esta reflexión de Helena Martín: Podemos cuidar, educar, querer… y luego soltar. Solo queda seguir esforzándonos en amar por encima de nosotros mismos, sentar a la muerte a la mesa y cubrirla de narcisos.

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