Rocio-Molina-Elena Quintanar

Rodeada de estatuas de un blanco roto, Rocío Molina, la novia, la madre, la niña, la muerta, la recién nacida, la desnacida, la deslizante… Todas ellas moviéndose en torno a un propio eje. Eje guiado por un miriñaque de mimbre rodeado de un muro de mármol que la observa. A los lados, como ángeles guardianes o demonios, dos bellísimos pájaros cardenales. Cardenales rojos como rojo es el pájaro que nos trae de otro universo mensajes misteriosos. Emisarios que llevan aguardiente a una boca de soprano y hierro y sangre a unas manos de disc jockey.

Mármol y mimbre en madrigal con nana y con flamenco en un impulso. El impulso de vivir entre la improvisación del blanco y la investigación del rojo. Todo dentro de una sala de figuras que miran a la eternidad. La eternidad corporal de Rocío Molina, cuya coreografía empuja a las efigies a traspasar los límites de la danza. Mecánica fuerza difícil de sujetar. Inaudito desliz el deslizante cuerpo bajo la invisible manivela de su armadura.

Y es que en ese Museo del Prado, en esa sala de ocho musas Rocío era la novena, como si fuera un ejercicio de devoción dedicada a un cristo o a un santo. Mármol y mimbre en la misma sala. Ella era el laboratorio itinerante que hacía que el escalofrío nos subiera como una escama, tal y como sube la escama del pez recién pescado lanzado al aire de una boca. Y desde ese impulso de potro de tan solo horas, Rocío nos habla de ancestros verticales. Del dolor de adentro, tan vertical y tan mujer. Tan jerárquico como la iglesia colosal que es su vestido. La mujer campana perforando la tarima de lo rígido.

Así, ataviada con un traje de novia o niña o virgen o madre o muerte, y a modo de derviche o de pontífice, como en una liturgia infinita, Molina relaciona su cuerpo con el viento de lo quieto y medita sin juzgar la urgencia. Su inconsciente atuendo de gasa efímera y duro mimbre cerca su cuerpo y crucifica la historia que hubo entre un tiempo lejano y otro. Concertinas en las diócesis. Bajo el techo de la asimétrica falda se salva, armazón que la resguarda del dolor. Stabat Mater dolorosa juxta crucem lacrymosa. La jaula como salvación.

La bailaora vive en este baúl de hojalata y desvive lacrimosa en su dorada enagua. Desparecer, desaparecer, deshacerse, volver al no, volver al nido de la no existencia. La jaula desnudada con pájaro dentro. Pájaro confinado entre barrotes que nos taconea nanas para despertar al mundo.

Mujer circunferencia de mil capas. Mujer de interminables brazos de tul, de rostro encarcelado por madroñera y de cuerpo preso entre hueso y miriñaque. Flamenco, renacimiento y vanguardia bajo un mismo tacón. Tacón blanco taconeando al rojo. Ballena roja vociferando al blanco. Ángeles o demonios. Antigüedad y modernidad. Terrenalidad o espiritualidad. Entonces ¿por qué no girar y girar como un compás en equilibrio mientras la aguja del tiempo graba sin decoro la palabra dolor en la tierra dura?

Este Impulso tan cercano a la tradición de un flamenco que Rocío lleva en vena y que respeta, se abraza, nos abraza y nos invita a la vanguardia. Aquí todo.

Y con este mismo impulso se inaugura el festival Ellas Crean.

Por Nuria Ruiz de Viñaspre


Rocío Molina. Impulso
Foto: Elena Quintanar
Museo Nacional del Prado

 

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