Nota: Este relato fue contado en directo por su autora el día 24 de marzo de 2022 en el Museo Arqueológico Nacional y forma parte de Ellas Cuentan, edición especial de Diario Vivo para el festival Ellas Crean.


Tengo en la cabeza una fotografía. Una playa infinita de arena blanca, costas atlánticas de Portugal. Setúbal. Calor. Hacemos una torre entre cuatro adolescentes. Nuestras caras, bronceadas y espléndidas, sonríen a la cámara por haber conseguido la proeza de mantenernos en equilibrio por un instante.

Aquel verano del 80 en Vigo llovía más de lo normal.

Mi familia veraneaba en nuestra casa de Coruxo, a pocos kilómetros de Vigo. Una familia de normas, costumbres y horarios regulados y sitios fijos en la mesa. Nos levantábamos, comíamos y cenábamos a la misma hora. A la playa por la mañana, nunca por la tarde. Una playa desde donde yo veía en otra orilla de la ría un punto blanco en una playa desierta.

Cada verano yo ansiaba una llamada. Solía llegar todos los veranos, sobre mitad de julio. Mis amigas, hermanas, veraneaban al otro lado de la ría. Tenían varios hermanos y ellas, y sus hermanos, y los amigos de sus hermanos componían una tribu insólita. Eran los hijos del notario, un hombre serio y comedido, que se quedaba en Vigo mientras su mujer y sus hijos se trasladaban a Barra. En la ciudad, las familias burguesas y de mente rancia cuchicheaban que “los hijos del notario viven como salvajes al otro lado de la ría”. Yo deseaba con todas mis ganas unirme a ellos.

Su madre, Marité, me venía a recoger en barco, o en zodiac. Aparecía enfundada en el clásico chubasquero de goma amarillo, con el pelo rubio y corto, alborotado y lleno de salitre, haciéndole gestos a mi padre para que me ayudara a saltar a bordo y saludándome moviendo el brazo en alto. Sólo verla, con esa sonrisa abierta que iluminaba cualquier día de una Galicia encapotada, sabía que los días que tenía por delante eran lo más parecido a la felicidad. Con ella, en el barco, el punto blanco se convertía en una casa inesperada. No sólo cruzaba la ría: atravesaba el espejo.

La casa de mis amigas, parecida a la Casa de los Espíritus, de Isabel Allende, tenía una arquitectura extraña. Hecha bajo las órdenes de la madre, se había ido configurando al compás de las necesidades de hijos, amigos, familiares. Escaleras estrechas y corredores comunicaban unas habitaciones con otras. Entre espacio y espacio, se abrían terrazas que se proyectaban a la playa y desde la última, la más elevada, todos tumbados, aprendíamos a reconocer las estrellas. Cuando no había nubes.

La única orden era que nos teníamos que levantar cuando no tuviéramos sueño, porque la obligación de los adolescentes era crecer y crecíamos durmiendo. Por eso, las más de las veces, nos levantábamos a las dos de la tarde. Una mesa hecha de mosaicos portugueses, realizada, como no, por Marité, nos esperaba con fiambres, zumo de naranja, pan y leche.

Bajábamos a la playa. Aunque hoy Barra es conocida por ser una de las mejores playas nudistas de España, de aquella era una playa completamente desierta sin acceso más que por mar. Estábamos solos. Con el traje de baño y las fanequeras -esas extrañas zapatillas de goma que evitaba picaduras de fanecas bravas- el agua nos recibía helada y jugábamos a soñar cosas tumbadas en la toalla, algunas absurdas y otras que perfilaban nuestros deseos de vida futura: pintoras, descubridoras de ovnis, bailarines… Pero tampoco divagábamos mucho, porque Marité quería vernos ágiles, deportistas, curiosos y activos. A veces desaparecía cuando dormíamos y llegaba a la casa llena de libros que comenzaba a repartir, pensando en el gusto de cada una. En su casa, de mano de Marité, leí por vez primera los poemas de Alberto Caeiro, de Pessoa. Nos acomodábamos cada uno en un lugar y leíamos en silencio. En alguna de sus páginas decía

“el único sentido íntimo de las cosas//
es que no tienen ningún sentido”

Otra vez, apareció con un monoesquí para hacer esquí acuático con la zodiac y en un momento estábamos todos cayéndonos y riéndonos, una y otra vez, de la pericia de algunos y la torpeza de otros. Un día decidió que teníamos que aprender a ir “a la baja”, que básicamente consistía en esperar la marea baja, bordear las rocas, colocar nasas, y esperar a que entraran pulpos, centollas o nécoras.  Ese día, “la baja” era a las tres de la madrugada. Nada más divertido que linternas, adolescentes, bichero en mano y nasas en la oscuridad. En una de las calas más apartadas iluminada sólo por la luna, tuvimos la visita inesperada de unos contrabandistas de tabaco, descargando sus paquetes de Winston.

Jordán, el hermano mayor de mis amigas, de diecisiete o dieciocho años, tenía los ojos verdes, pecas en sus mejillas y nariz, pelo castaño ensortijado, aprendía a bailar claqué sobre las rocas de barra. Yo estaba enamorada de él y él nos hacía reir con un humor fino e inteligente hasta que nos dolía el estómago en las noches interminables. Unas noches donde a veces mirábamos, al fondo y a lo lejos, las luces de una ciudad que nos parecía monstruosa y amenazante y parecía que nos iba a devorar en algún momento. Un mal presagio que nadie supo ver.

Ese verano del 80, como decía, llovía en Vigo más de lo habitual.

Marité tenía un volvo familiar donde cabíamos ocho o diez niños y adolescentes bien apretados. Y nos fuimos a buscar el sol, dijo ella. Desde un Vigo lluvioso, pasamos por un Viana do Castelo gris, un Porto nublado, un Aveiro, Nazaret, Óbidos, Cascais plomizo…, hasta llegar a Setúbal. No me acuerdo mucho de Setúbal, más allá del sol. Como en la Odisea, lo mejor fue el camino. Marité sabía todos los juegos y acertijos posibles, y recuerdo que durante un buen trecho del viaje en coche, cada uno de nosotros teníamos que hablar con una sola vocal. Tan habituados estábamos que cuando llegamos a Lisboa y nos paró un policía, su madre, acompañada de ataques de risa en los asientos traseros, le contestó amable y seria en un portugués bastante correcto, ¡¡¡¡pero con la vocal e!!!!. Y allí, mirando a la cámara que portaba Marité, sonriendo, bronceados y exultantes, nos inmortalizamos en una foto, donde por un instante, guardamos un equilibrio casi perfecto antes de desmoronarnos sobre la arena.

A los pocos años de ese magnífico verano, la ausencia se hizo dueña de varios espacios da la casa. Irremplazables y dolorosos espacios. No supe mucho qué pasó, cómo ocurrió, no me atreví a preguntar mucho, por miedo a herir o ser herida. Cuando busco hoy en google maps la playa de Barra a duras penas reconozco el lugar de la casa, apenas un espacio de arena en un ahora parque natural plagado de dunas y pinos. No queda nada. La casa, como metáfora de un instante feliz, desapareció en la arena, como mi adolescencia. Cuando cierro los ojos, a veces, tumbada en otras playas atlánticas de arena blanca, ya con mis hijos alrededor, todavía puedo  sentir la fragilidad de la vida y escuchar el sonido de unos zapatos sobre unas rocas bailando claqué.


MARÍAN LÒPEZ FERNÁNDEZ-CAO

Catedrática de Educación Artística

 

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