
Nota: Este relato fue contado en directo por su autora el día 24 de marzo de 2022 en el Museo Arqueológico Nacional y forma parte de Ellas Cuentan, edición especial de Diario Vivo para el festival Ellas Crean.
Siempre me acuerdo cuando mi hijo, estudiando historia en primaria, me preguntaba que de donde venía nuestra familia, a qué clase pertenecíamos. Me decía: -Mamá, éramos de los nobles? : no, hijo, de esa no, ¡ah! ¿entonces éramos artesanos?: no hijo, de esa tampoco ¿no seríamos de los clérigos? Que yo sepa, de esa tampoco-. Y muy asombrado me decía: -puessssss solo me quedan los campesinos y los esclavos, yo le miraba a los ojos y le decía: de ahí, aunque te queda una.. ¿cuáles?: los guerreros; así que somos una mezcla de esas tres, campesino, esclavo y guerrero. Bueno, a mi hijo lo de ser guerrero ya le gustaba un poco más. Cuando sea un poco más mayor le diré que en realidad somos guerreros de la vida, incansables, inagotables, solidarios, y que si nos caemos, nos levantamos aproximadamente unas 100 veces por vida. En nuestra familia ha habido de todo: feriantes, campesinos, estraperlistas, quincalleros, vendedores, pintores, mecánicos, taxistas y guerreros muchos guerreros.
Yo quería ser médico, pero la vida me llevo a la facultad de psicología y mientras estudiaba, busque un trabajo; podía haber sido azafata o carpintera pero comencé a trabajar de policía. La primera vez que me puse un traje de policía, cuando me reflejaba en los escaparates me asustaba. En algunos momentos llegaba a pensar -madre, ¡que he hecho!; y no es que en mi familia no hubiera visto polis. Pero verme a mí así vestida, me daba susto y a la vez me hacía gracia. Era una cría con 20 años que cuando estaba en el paseo de la Castellana y levantaba la mano, inmediatamente escuchaba frenazos y veía como 100 coches se paraban; era una sensación extraña que te curte: ¡nunca he recibido tanto insulto junto! Siempre pensé que sería un trabajo para un rato, pero entonces empezaron a pasar cosas curiosas, y en algunos casos mágicas.
¿Qué pasaría si tu trabajo cambiara todos los días?, ¿si cualquier día normal y corriente te convirtieras en aquella persona que coge la mano y mira a los ojos de alguien que va a morir después de un accidente de tráfico? El médico te dice: -en cuanto le mueva, se irá.. tú sabes que tus ojos es lo último que esa persona va a ver. ¿Qué le dirías? ¿permanecerías en silencio? ¿hablarías? ¿de qué hablarías? Mis hijos dicen que sé leer los ojos. Y tienen razón, he aprendido trabajando de policía. Es fácil ver lo que siente alguien solo mirando a los ojos.
Hay varias miradas de personas que las tengo grabadas en mi mente. La de una chica de 16 años que, después de muchas palizas, cogió a su hermana de 13 y se presentó en la comisaría; las dos cogidas de la mano. La de 13 estaba tranquila, al fin y al cabo llevaba a su lado a su mayor guerrera, no tenía nada de miedo. Los ojos de la de 16 eran otra cosa; me habló sin mover la boca, solo con su mirada, se podía leer en sus ojos : no sé a dónde ir, pero confió en ti…Yo también sé hablar con la mirada. ¿Saben cómo se dice: -tranquila, no te preocupes, todo irá bien, sólo con la mirada?
Tengo grabada la mirada de un padre cuyo único hijo único murió porque faltaba una rejilla, de las que cubren los respiraderos de los garajes, y cómo iba con su novia a un sitio oscuro, no vio el agujero y se cayó. ¿Sabéis cómo es esa mirada? Es una mirada que pregunta ¿por qué? que dice: ¡no es posible!, sin hablar, en silencio. Me miró por más de un minuto y yo permanecí en silencio, diciéndole con mi mirada que sentía su dolor; es todo lo que se puede decir. Me abrazó; no le asustó mi disfraz de policía. Tengo grabada la mirada de un niño de 4 años que habíamos sacado de su casa junto con su madre que sufría malos tratos. Tenía tanto miedo en sus ojos, que no se alejaba de mí; estaba sentado en mis piernas, abrazado, mientras escribía en el ordenador la denuncia. Cuando le lleve a su casa nueva me sonrió, y vi paz en su mirada. ¡Cómo me hubiera gustado saber qué era lo que él veía en la mía!
También hay miradas de odio. ¿Saben lo que se siente cuando en medio de una manifestación violenta, cientos de personas posan su mirada sobre ti? ¿descargan toda su ira sobre ti? Tú no eres el culpable de su ira, pero la descargan sobre ti. Ahora veo otras miradas. Cuando se me pasó la novedad de los primeros años, decidí que no me gusta que me manden; la verdad es que lo llevo fatal…, así que me hice jefa de policía. Mandar a 190 hombres y pocas mujeres, en una profesión muy masculina, es toda una experiencia. Es difícil llegar a ser jefa en la policía. Recuerdo con 30 años retrasar la maternidad porque había que presentarse a unas pruebas físicas, y siempre tenía dudas, entre si debía seguir ascendiendo, o si me coincidiría con un embarazo. Al final de tanto pensarlo, me coincidió: me quedé embarazada y tenía que hacer las pruebas físicas recién dada a luz. Corrí, suspendí y, además, ya de paso, me desprendí la vejiga. Uno de mis mayores orgullos ahora es ver a las nuevas policías que no tienen estos problemas. Soy cabezona, participé en un proyecto de igualdad y tuve que contemplar la posibilidad de que las aspirantes estuvieran embarazadas. Me gustan las miradas de las nuevas policías, no tienen dudas, son libres de decidir. La maternidad no es un problema para ellas.
Yo le digo a mis chicos -los polis- que yo mando de una forma un poco anárquica, qué incongruencia, ¿verdad?, pero en realidad es por no decirles que las mujeres mandamos de otra forma, digamos que más persuasiva, no sé cómo explicarlo… No se trata solo de dar una orden, si no de “convencer” al que la ejecuta; hacer que crea en lo que va a hacer. Bueno, y ahí andaba yo persuadiendo, ordenando, estudiando mejoras para la ciudad y, ¡oh amigos, llego el covid!
Yo sabía leer los ojos, pero tiene que ocurrir un suceso tan excepcional para que puedas mirar todavía más adentro: a la esencia de las personas; veía a las personas de forma transparente, sin máscaras. En una crisis así, ves lo mejor y lo peor de las personas , y también de ti misma. Veías esconderse a quien se suponía que tenía que estar al frente; veías al que se creía que tenía más derechos que los demás; pero también veías a aquel policía que, aunque muerto de miedo, cogía aire -ese aire que pensábamos que nos mataba- y salía ahí afuera… ¡Qué ganas teníamos todos “los trabajadores esenciales” de confinarnos! ¡qué ironía! También yo era transparente para mí: veía mis miedos. Me horrorizaba que a uno de mis chicos le pasará algo, y que yo no hubiera hecho lo suficiente. Buscaba mascarillas hasta debajo de las piedras; los primeros días solo conseguí 25, o todos, o ninguno, pensé, y por supuesto que yo sería la última que se pondría mascarilla; seguí buscando.
En la comisaría el silencio era ensordecedor. ¿Cómo mirar a un policía joven de 1,90 que llora desconsoladamente porque ha estado en contacto con un positivo y debe ir por la noche a atender a sus padres mayores con Alzheimer? al mismo chico que, antes de que se termine su turno, debes mandarle a estacionar camiones congeladores al cementerio? Así aprendí a mentir, sí, también con la mirada. Menos mal que aparecieron los ángeles, sin alas, pero ángeles: personas anónimas que nos donaban sus mascarillas; conseguí tantas que pude repartir a más policías, a más hospitales, qué miradas de gracias; enfermeras que salían a las ventanas y desde lejos te regalaban un corazón hecho con sus manos enfundadas en guantes.
¿Sabéis como mira alguien que está en shock, que no sabe ya qué hacer cuando el miedo le ha ganado? Es una mirada al infinito, vacía, sin ver… Es difícil sacarle de ahí. Así me miró la directora de una residencia de ancianos; entrabas a la residencia y tenía puertas de habitaciones cerradas con las personas que habían fallecido, que nadie iba a recoger; no había trabajadores, estaban enfermos o huidos y allí estaba ella sin saber qué hacer, ancianos andando por los pasillos desnudos; todo sucio… Había ancianos solos y encerrados, sin nadie que les cogiera la mano, sin nadie que les llevara al hospital. Apareció otro ángel. La directora de geriatría de un famoso hospital. Los clasificó, se llevó a los enfermos a su hospital. Llame a los militares, desinfectaron todo y me cruce otra vez con su mirada, otra mirada de gracias; una mirada que alimenta el corazón. Aprendí también que cuando uno no sabe a quién corresponde hacer algo, lo hace la policía; cuando el mundo afuera se convierte en un caos, lo ordena la policía; ni siquiera la leyes, ni los que mandan, ni el poder judicial, ni mucho menos la iglesia, lo ordena la policía. Pero pueden estar tranquilos: somos guerreros buenos.
Si mi vida hasta hoy fuera un partido de futbol se podría decir que el resultado en esta fase es: MIEDO 1 SONIA 5.
SONIA RODRÍGUEZ
Psicóloga clínica. Intendente de la Policía Municipal de Madrid.