Mónica Iglesias

«Los silencios» Mónica Iglesias.


escribo como el corazón
que late escribo
el silencio del esqueleto
y de las uñas y de los dientes
del pelo y del cráneo

Inger Christensen.



Hay tanto silencio aquí en el silencio
… ¿Se puede bailar el silencio? ¿Se escucha? ¿Se puede traducir el silencio? El lenguaje silencioso engendra fuego. El silencio se propaga, el silencio es fuego. Esto que ya dejó escrito Alejandra Pizarnik toma en esta pieza de Mónica Iglesias techo y suelo. Pelo y cráneo. En una escuadra negra la bailaora vive sus silencios desde donde nos inyecta a gritos gramos rojos de otras vidas. El silencio en esta pieza puede parecer un intervalo sin ejecución donde el cuerpo de la bailaora deja de producir movimientos fragmentados, pero con el único fin de ligar una acción a otra a través del impulso. Y así, impulso a impulso Iglesias va haciendo que el silencio suene. Nos resuene. El cuerpo de la bailaora guillotina esa línea silenciosa fragmentándola en miles de átomos llenos de significado y de fusión.

Por una puerta entreabierta del Museo del Romanticismo y escrutada por unos ojos atemporales, la luz irrumpe en su cuerpo dialogante y resonante. Es un cuerpo timbrado que se aventura a la precipitación del afuera mientras un otro que es sombra y también luz, duerme en los bordes de unas cuerdas de guitarra.

Es como si Iglesias hubiera buscado el silencio durante el confinamiento y nos lo expusiera sin pudor alguno con un cuerpo expandido en el núcleo de esa ruidosa soledad taconeada. Tacón que traza en cada paso la consagración de un silencio condensado. Ruidoso silencio que empuja el espacio con cada parte de sus golpeados átomos. Iglesias mitiga así los efectos devastadores de la muerte.

Sobre un tablao de tanto de ancho por tanto de alto ella se enfrenta a toda inclemencia. Esta es su casa a las afueras, porque el tablao es su casa. Y dentro de esa casa todo en ella es autogiro. Ahí baila con la naturaleza giratoria que hay en las galaxias, en el pensamiento, en el cabello dórico que esconde sus ideas filosóficas. Con su cuerpo cónico, giratorio, que es ya ceremonia y meditación, ella existe en el vacío del silencio. En el amor a ese vacío. Jugando a dúos perfectos con el peso del no dicho y con esa ausencia de otro centro que pasea por el aire de su tiempo.

¿Todo silencio es duda? En Iglesias no hay duda de que no hay ninguna duda. Hay traducción del signo. Su trenza destrenzada es pie sin pausa que va a contracorriente. Pie que desgrana el movimiento y pausa que desfigura su figura. Desnudada de vocales, ella grita la revolución. Respira. En los intervalos entre un silencio y otro el aire aerodinámico es oxígeno. Ahí su tierra, la danza de lo mínimo y lo grávido. En el intersticio que hay entre tacón y suelo. En ese vacío puro que hay entre la palabra silencio y la palabra uñas.

Un pájaro retrocede dentro de un cuadrado y nido negro y se detiene boca abajo sobre un cable eléctrico. Alambre de espino, de cobre esmaltado y de guitarra. Guitarra que construye el futuro en cada pedaleo. Así, bailaora y guitarrista van racionando el silencio con la flecha del tiempo. Ambos nos dan el vuelo y nos dan la sed, íntimo diálogo entre danza y guitarra fusionados en un fragmento que está en desuso. La bengala del silencio.

Mónica Iglesias no interpreta, vive.


Alfabeto del silencio
Nuria Ruiz de Viñaspre


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