Fall. Lucía Marote

El otoño es un andante melancólico y gracioso
que prepara admirablemente
el solemne adagio del invierno

George Sand


En física, la gravedad es un fenómeno natural donde los objetos con masa son atraídos entre sí. Si un cuerpo está situado en las proximidades de un planeta, el observador a una distancia fija del planeta, es decir, nosotros, el público, medirá una aceleración del cuerpo dirigida hacia la zona central de dicho planeta, siempre, eso sí, que tal cuerpo no esté sometido a otras fuerzas. Es la fuerza que ejerce la Tierra sobre todos los cuerpos atrayéndolos hacia su centro. También es la gravedad la que hace que los objetos caigan al suelo y la que nos evidencia la sensación de peso. En definitiva, la responsable de todos los movimientos que observamos en el universo.

Dos cuerpos orbitando alrededor de su centro de masas en órbitas elípticas. La música, por un lado, y un cuerpo orbitando alrededor de su centro de masas en órbitas elípticas. Y detrás de todo, nosotros, espectadores de tanta física, atraídos a su vez hacia su centro.

Lucía Marote quiere llegar al desapego desde el apego a través de la ingravidez. Llegar a la vejez desde la levedad. Llegar a término desde el nacimiento. A la caída desde el desprendimiento. Al conocimiento desde el desconocimiento. Aquí todo nace junto a su contrario y con variaciones en el orden.

Fall es un ejercicio extremadamente poético y muy físico, ya que la gravedad, como hemos dicho, es la fuerza oponente que se ejerce a todo oponente. Polisémico ejercicio en el que el juego está garantizado, fall traducido como caída y fall traducido como otoño. Y si hay algo característico y lírico del otoño es la caída de las hojas. Lucía es la hoja. Una hoja afilada pero bien balanceada que desvelozmente vuelve en un eterno retorno al inicio en busca o no del final. Fall. Este vocablo en la boca se nos antoja lírico. Si juntamos caída y otoño, es la hoja que cae en otoño. Y si hay alguien que responda a este vocablo es el polisémico pez volador de Lucía Marote.

La naturaleza es bella y cruel y en ella todo es caduco. La caída de las hojas de los árboles en otoño no es cosa solo del viento. Es el árbol el que las destierra de sus ramas una vez ya no son útiles. Así Lucía, hoja mecida por el viento, cae cuando se siente inútil dentro del mundo echado. Pero ¿os habéis preguntado alguna vez adónde van las hojas caídas de todos los árboles? ¿Las inservibles? ¿Qué paisajes recorren una vez amputadas de su árbol materno y perdidas en el espacio o balanceadas a merced del viento? Quizá exista un cementerio de hojas caducas. Aquí la bailarina es movida dentro del universo una vez soltada del útero, de la pelvis, una vez empujada al mundo. Desde donde reside la fuerza primigenia. En principio es un títere precioso sostenido por los hilos de la música. Como el recién nacido. Movido por impulsos a veces eléctricos. La electricidad de la música. Los golpes de las notas. Nota a nota de un piano y un Bach bien temperado y repleto de variaciones, mientras las hojas de otro árbol, el Árbol de la partitura, se volaban por los aires. Lucía es la variación de un arco tenso. 21 variaciones de cómo tensarse y cómo destensarse. Un árbol doblado sostenido por botones. Un árbol sin extremidades. La música como un divertimento la va creando, pieza a pieza, trozo a trozo, extremidad a extremidad. Cada parte de su cuerpo da nacimiento a la siguiente. Nacemos paralíticos pero el movimiento está dentro de nosotros.

Abrigo encanecido y caído sobre el cuerpo-hoja ya caduca caída sobre el suelo. Abrigo muerto-hoja muerta. Escapar de nuestra propia identidad cuando la identidad nos esclaviza. Solo cuando nos liberamos de ella renacemos libres, más mimetizados, más cromáticos en el origen animal, y tras atravesar el túnel de nuestro propio des-conocimiento podremos renacer en pájaros, ciervos, mariposas, hojas o músicas…

Colgarse el abrigo del muerto (que no es más que uno mismo esclavizado) y no poder desembarazarse de él ni con la rúbrica del verbo ni con la rúbrica del viento. Abotonada. Tensada por las cuerdas del piano, tirada por ellas. Impulsada. Rechazada. Llevada. Traída. Con los mismos movimientos que una hoja caduca. Ella quiere volar, pero la cuerda del piano la tira a tierra. La palabra temperado es sinónimo de calmar, moderar o hacer más suave o menos intensa la fuerza de una cosa. Así su viaje de ida. Así su viaje de vuelta.

De repente un trozo de carne cae al suelo. Permanece allí segundos eternos hasta convertirse en una mancha en el suelo, como las hojas de otoño que pisamos una vez caen desde un cielo sin pájaros y vuelve a renacer desde la ignorancia. Como una bella babosa recién nacida que intenta levantarse, pero el suelo es la cuerda que la mantiene a tierra. La cicatriz que la recorre. Solo se desembaraza del abrigo, del apego, del botón que inmoviliza, cuando ya no opone fuerza. Solo cuando ya es abrigo, solo cuando forma parte de él, la prenda se desprende. Y todo en ella nace de lo ya nacido.

Mujer crucificada boca abajo por ser hoja caída. Pero ¿cómo despegarse del suelo cuando tendón a tendón, músculo a músculo, las notas de la música la re-mueven? Marote aquí es un ave a punto de lanzarse al aire. Un águila sin presa ni prenda pero muy aventajada. Una cruz invertida que planea donde el abrigo es el otoño y ella es la hoja. La caída después del canto. La caída. El vértigo. El espacio. El tallo que se dobla y que parece flotar en una ciénaga. Como una Libertad de Delacroix que gira hasta enmudecer. ¿Se puede girar la música cuando la soga de la vida, como un cordón umbilical, articula la punta de tu brazo y lo estira hasta tocar el cielo?

La música le dobla los huesos porque ella en el centro de la gravedad. Tiembla como una hoja y tiembla como todo lo que cae. Como el suicida tras el paso dado en el alféizar. Ella es un avión con alma pero sin piloto. Una flecha llena de amor y de dirección. Una nube. La hoja de una cuchilla. Una nana sin extremidades. Un algo que cae y gira y gira durante minutos que se vuelven eternos hasta convertirse en el mismo sol en traslación. Hasta caer como un sol abandonado. Giróvago que rueda durante minutos que vuelven a ser eternos como si fuera una tuneladora del tiempo. Una tuneladora que quiere estrangular el tiempo y que solo vive el instante en un Carpe Diem bailado. Una tuneladora que atraviesa el techado del tiempo, que no es más que el paso de la vida por un cuerpo que la cubre desde donde se lanza en caída libre.

“Tenía la visión de mi cuerpo como una hoja que caía muy lentamente” dice Lucía Marote, y al otoño le sigue el invierno y al invierno la primavera y a la primavera el verano y así hasta de nuevo volver al otoño, a otro otoño, pero es un retorno a la misma palabra. Es el ciclo de la vida. Una reivindicación a las etapas de la vida. Fall nos está bailando en presente perpetuo, en un aquí y un ahora, donde reclama la belleza en cada una de las edades de la vida. Quizá la búsqueda de nuevas formas dancísticas que se ajusten a cada cuerpo una vez el tiempo haga con ellos lo que el otoño hace con las flores. Zurcir así la ecuación ya descosida que existe entre edad y danza. Y es que todos creemos estar seguros en nuestras propias hectáreas, pero a la vez todos estamos a punto de caer. Desconocemos la materia con al que está hecha el suelo que camina bajo nuestros pies, cuando ese suelo es lo que nos determina. Nosotros por sí solos no sabemos nada. Y Marote aquí se entrega -y cómo se entrega-, al instante, al mero instante.

La relación existente entre pianista y bailarina es determinante. Es la tecla de piano la que toca el cuerpo de Lucía y la desordena. Tecla Negra. Tecla Blanca. Cada nota se desliza por el cuerpo de Marote para darle así otro cromatismo y otra fisicidad a cada instante. La música la escolta. Es el cuerpo el pentagrama de la pianista.

Y es que todo se cae. Un lápiz en la mesa se cae, la flor dentro de un jarrón se cae. Las palabras también se caen, pero como diría Cortázar, todo lo que se cae o todo lo que recae tiene ya en sí mismo un rehabilitante, y eso es Marote, una rehabilitante que a través de la caída vuelve a ponerse en pie sin hacer pie. Y no siempre la caída va de arriba abajo, ya que arriba y abajo, vuelvo a Cortázar, no son más que adverbios cuando ya no se sabe dónde está en el centro del espacio. En el centro de gravedad.

Sí, todos estamos a punto de caer en el escorzo que es el viaje de la vida.

Le dedico a esta pieza que te deja de una pieza un poema antiguo que me vino a la memoria tras escribir la frase estamos a punto de caer….

Órbita geosíncrona

Estamos a punto de caer, amor. Estamos a un solo paso de la sima. A uno solo. Pero a un paso que no para-caídas, amor. Sin coronas de marfil a las que asirnos. Sin espuelas que nos frenen. Estamos a un paso del talud. Sin amor ni sima ni barranco, amor. Sin temblores oscilantes. Desbocados. Sin resumen ni red en la garganta. Sin sentencias de amor ni destellos. Con silencios consabidos. Ni siquiera somos sueño de panteras, amor. Ni tampoco dueños de los sueños. Ni siquiera carne alguna queda, ni sangre entre rendijas de esa carne de pantera. Estamos a tan solo una zancada del tornado, amor. A una ráfaga y tras esto su heredero precipicio. A un ridículo embate de viento, amor. Tan solos sin amor y sin aliento. En este giro de baldosas, amor. En este buque cósmico de cruzadas sin contrarios. Y todo, amor, para terminar a bocanadas donde empezamos esta revolución. Licuados. Diluidos. Desleídos. En aquel nebuloso vértice en el que nos juntamos, amor. Cobertizo y coronilla de nuestro universo. Ahora monótono y frío territorio geofísico donde, si yo te suelto, amor, me dis-paras y, si tú me sueltas, si tú me sueltas, amor, te sujeto el vértigo el furor y la bala. Porque matar cansa, amor, y además, mancha.


Por Nuria Ruiz de Viñaspre

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