
Vivimos en una sociedad que arrastra de antiguo el tabú del cuerpo. El tabú del cuerpo desnudo. La prohibición de mirarlo con amor, al fin y al cabo el vehículo es idéntico y común a todos. Y este es un tabú vigente si hablamos de un cuerpo de mujer. Pero ¿qué mejor modo de provocar a esta sociedad farsante que mira agazapada por la mirilla para no ser vista y que nunca mira abiertamente, que la propuesta por Daina Ashbee? Pour es el antídoto a toda enferma sociedad. Todo un experimento sociológico para tomarle la temperatura a otro cuerpo, al cuerpo de la sociedad.
El cuerpo como territorio de Daina Ashbee está impregnado de una violencia que se ha detenido en el tiempo. Es una violencia quieta que llega de un cuerpo femenino, por lo que el oxímoron está servido: belleza inquietante. Es la carne cruda. La mirada quieta testiga de la brutalidad que hay en las minorías aborígenes de las mujeres de Canadá, pero que alcanza a todas las mujeres del mundo. Ella nace de y en la oscuridad, agujero negro donde un gutural grito, casi abisal -que me trajo a la memoria las Sequenzas de Luciano Berio- nos deja con los ojos de un azul ciego. Ojos que sin ver son instruidos a atravesar las cortinas del primer mundo. Después el grito. Grito de mujer donde a través de la experimentación la voz alcanza cotas insospechadas y traspasa nuestras gargantas anestesiadas. Grito a veces implosivo y expansivo. Grito de pelícano abandonado, de notación regular. Grito contenido e incontinente, como una línea muerta en el desierto. Grito con un eco que franquea la estepa de todos los corazones que allí permanecíamos con mirada voyeur. Caer y levantarse. Detenerse y continuar. Morder el suelo. Morder su carne. Ese era el grito. Frágil nota en el pentagrama de un cuerpo de mujer despojado de todo y de todos. Una isla en alta mar desdibujada. La fragilidad de la isla contra la fortaleza del faro. La lasitud en el cuerpo crudo de Diana. Tensados como cuerdas músculos tendones huesos. Todo siempre a un milimétrico paso de la rotura.
Ella recorre el escenario de punta a punta, pista de hielo por donde arrastra con piel desgarrada e incomoda. Serpentea. Gatea el grito y nos increpa la parálisis. A veces en pasos idénticos porque en la repetición radica el cambio.
Trabajo poéticamente anatómico donde en la mayor parte de la performance la bailarina apoyaba el peso que le llegaba de la gravedad de arriba solo en hueso. Hueso contra suelo. Hueso contra hielo. Caparazón sonoro. Corazón abierto en pecho desnudo. Más arriba, unos ojos fijos, abiertos y vacíos nos provocan. Sociedad inerte, atolondrada, sin saber qué hacer. Ojos que pedían ayuda a una sociedad dormida y muerta. Sociedad moderna cuya única luz que la ilumina es la de la pantalla de su iphone que emite solo aquello que quiere ver. Ficción contra fricción. Y en esa isla solitaria vi la escena cotidiana en la calle, escena de no ficción donde una mujer con ropas de hace más de cien años y cien hijos suplica ayuda y la multitud con ojo ciego sigue en su mundo filmado mirando a esa pantallita de móvil que no se mueve ni nos mueve. Ocurre que cuando se acerca esa mujer para pedir ayuda bajamos los ojos y cuando se aleja, la sociedad la mira impúdicamente. Acribilla su espalda rota y su descosida vida dibujada en la ropa con un gesto de negación en el rostro. La mirada de la sociedad es cobarde. Solo mira el dolor cuando no interpela, no pregunta. Porque es una sociedad que no sabe contestar.
Pero entra la luz en escena y cae incandescente contra el cuerpo roto de Daina. Cuerpo que le echa un pulso al sudor y gana. Cuerpo óleo. Cuerpo rociado de petróleo transparente que resbala por los ojos de un público seco por educación y lo provoca. El dolor es tan acuoso, tan impúdico, tan sordo… Lentamente, con movimientos casi de una recién nacida menstruando, la bailarina se desnuda en un ahora sí ahora no y desviste el único andrajo que cubre el sur de su cuerpo. Ahí quedaría muerto todo el acto un pantalón que habrá visto mil cadáveres junto a un coletero que yacía al lado. Resto, vacío. Placenta. Sin duda es un pulso con el público. Le obliga a mirar lo incómodo que es tener a nuestra merced la desnudez de un cuerpo que se maltrata bajo la banda sonora de muslo contra cadera y codo contra suelo. La posibilidad de arrancar la carne del suelo empuja el deseo del maltrato. La rebelión de la carne de mujer.
Y así, el cuerpo de la mujer se erige como escultura de todas las mujeres. Escultura en un movimiento supraexpresivo. La escultura de una nota musical sostenida allá donde ya no hay carne. El hueso todo lo sostiene pero se maltrata la carne porque se maltrata lo blando. Nacer y desnacer concentrándose en el sudor primero, en la baba que deja la placenta en el escenario, en el líquido acuoso que es hielo y que por eso quema las miradas. La escultura de un animal. Tortuga ballena pelícano niña sola osa… Algo herido que mira al frente y escruta con asombro sin rasgos la impudicia de una sociedad paralizada ante esa mirada estoica, ausente, desafiante.
Cuerpo que se estira y se encoge como un feto recién parido. Se pliega, te reclama pero nadie se acerca. Un cuerpo que tiembla, grita y gime. Que golpea su desnudez contra el hielo del suelo haciendo música permanente. Bandas sonoras que nos tapan los ojos. Imágenes violentas y crudas en las que a veces pareciera que la pierna se mimetizaba en un muñón precioso y del brazo asomaba un ya no brazo. Mujer manca. qué difícil levantarse y pedir ayuda sin extremidades. Qué difícil con voz muda y qué inútil. Pero esa misma debilidad nos fortalece. Somos tan vulnerables como fuertes, heridas y regeneradas como esa cola de serpiente que se regenera una vez cortada. Crecimiento. Decrecimiento.
Atravesamos transversalmente el escenario transitando por las capas de la enfermedad, la soledad, la esperanza, el dolor, la ira engritada, los ciclos de menstruación como eje y una vuelta empezar a la enfermedad, la soledad, la esperanza…. La repetición es el núcleo de esta propuesta como todo buen minimalista, por la repetición transforma.
Igualmente minimalista el espacio vacío y frío del escenario donde los ojos se acostumbran rápido. Este trabajo de la catártica, institiva y espiritual Daina, consiste en educar la mirada a través de una hermosa oda al cuerpo de la mujer viajando por todos sus estados anímicos. Cuerpo con todas sus contradicciones. Maltrato y belleza. Delicadeza y contundencia. Esclavitud y libertad. Intimismo y extimismo.
Nuria Ruiz de Viñaspre